La memoria olfativa es un atributo extraño. El ejemplo perfecto de este fenómeno son los perros, quienes reconocen al mundo a través de la nariz, los humanos tenemos una nariz bastante débil y por lo mismo usamos cinco sentidos para sobrevivir, muchos usan 4, pero seguramente le falta cierto sabor a la experiencia. No puedo imaginar ser ciego, sería imposible que alguien te describiera un color sin usar referentes de otros colores o visuales. Pero esto no se trata ni de la vista ni los sentidos, sólo del olfato y los olores.
De regreso a la memoria olfativa, no es uno de los atributos con los que haya sido bendecido de la manera más agraciada; no soy un Proust, que es capaz de crear una vida completa en siete tomos buscando el tiempo perdido porque olió un té de limón y una madalena, ni soy Süskind que dedica una novela a la experiencia olfativa y al asesinato. Soy un simple mortal con la nariz destrozada por nueve años de cigarro a quien sólo los olores más desagradables hacen reaccionar. Es triste decirlo, pero mi memoria olfativa está más relacionada a olores que me dieron/dan asco que a olores dulces.
Empecemos.
El olor a huevo me es bastante desagradable, no al grado ofensivo, pero sí me genera una cierta aversión a pesar de que como huevo y me gusta, de hecho mi infancia está llena de desayunar huevos estrellados o revueltos con “salsita”, que era una simple salsa de tomate con cebolla y un poco de chile, pero casi siempre con tortillas de harina hechas en casa; no es un recuerdo de infancia, es un recuerdo de la vida en general, aunque no sé si sea por la nostalgia o porque en realidad el olor del huevo me desagrada, cuando huelo que están cocinando huevo en el departamento o en el edificio me veo obligado a prender un cigarro para combatir el aroma, casi llego a sentir como se me revuelve el estomago y lo último que quiero es ir y probar lo que sea que estén cocinando.
La salsa inglesa. Es otro de esos olores extraños que ahora casi aborrezco aunque en algún momento no me molestó. Lo relacionaba con la pizza, no siempre le echaba mucha, pero sin duda a mi pizza la rociaba con salsa inglesa. Ahora, cuando alguien le echa de más a algo siento las arcadas porque el simple olor de la salsa inglesa me desagrada. Sobra decir que un día llegué a la cocina, abrumado por un olor nauseabundo, y el correcto estaba marinando una quesadilla en salsa inglesa caliente. Casi vomitó al olerla caliente, le prohibí hacer algo tan asqueroso en la casa de nuevo.
La peste humana. Y por desgracia de esta no se salva nadie. El sudor y la acumulación del mismo es un aroma del que me gustaría poder prescindir. Como buen usuario del transporte urbano me toca de vez en cuando aspirar los efluvios de las personas a las que el desodorante les hace los mandados; es un olor agrio y penetrante a veces, otras es sólo fuerte y sofocante, te hace respirar por la boca del asco y de la ofensa a las fosas nasales. Pero todos tenemos la capacidad de oler así, nuestra alimentación nos hace exudar los aromas más diversos y ofensivos; dudo que alguien que sólo coma cosas sanas sude y huela bien, por eso la industria de los perfumes y desodorantes jamás se verá afectada por alguna crisis o desajuste económico, no podemos tolerar nuestro propio olor a veces, mucho menos el de los desconocidos. Extrañamente, cuando estamos enamorados, o su equivalente, y despertamos al lado de una persona no nos molesta el sudor nocturno ni que la saliva se haya quedado sin moverse durante horas y se vuelva un hervidero de bacterias y olores desagradables; tampoco estamos locos y nos damos los besos más apasionados y devoradores al despertar, pero no nos dan ganas de matar a la persona porque le huele la boca.
Los desinfectantes. Pero no los de casa, las empresas se dedican a que esos huelan a flores o menta y a cosas no desagradables; los desinfectantes que utilizan los doctores y dentistas. Es un olor a limpio sin opción a nada más. Huele a limpio forzado, como si hubieran asesinado todas las partículas del olor que pululan en el ambiente, las masacraron para dejar ese olor a nada, pero ese olor a todos, o casi todos, nos da un poco de miedo, creo que porque sabemos que algo está mal si estamos oliendo eso, ninguna casa huele así, sólo los hospitales tienen ese olor característico a una nada obligada. Y es de entenderse, imaginen el terror inhumano que nos provocarían los hospitales si entráramos a la sala de emergencias y nos diera la bienvenida el olor a sangre, tripas, heces fecales, muerte y sufrimiento; creo que casi todos preferiríamos morir tirados en la calle antes que entrar a la sala de emergencias y oler el dolor ajeno.
La calle. Este es un olor que sólo en México lo he podido identificar. Tal vez exista en otros países de Latinoamérica, pero no he ido a ellos. El olor a distintas comidas mezcladas, a aceite hirviendo, a coches, a basura, a perros, a gente, a drenajes desbordados porque los puestos de comida vacían sus sobras en la alcantarilla, a frutas demasiado maduras en los puestos de jugos, a miles de cigarros, a café, a pan; es una mezcla de olores dulces con olores agrios, rancios, putrefactos, picosos (porque en México es común que los olores piquen, que la nariz hasta te arda sólo de oler algunas salsas); en fin, la calle es un hervidero de olores a veces desagradables, a veces deliciosos. No podría decir que siempre me desagrada el olor de la calle, a veces huele a pan recién hecho, a café fresco, te da hambre, te imaginas lo rico que debe estar ese pan, pero a veces huele a pescado dejado al sol, a vomito, a orines. En Estados Unidos y en Europa existían los mismos olores, pero no estaban tan marcados o tal vez no me quedé el suficiente tiempo para que se volvieran una parte integral de la experiencia de caminar por la ciudad. Me encanta caminar y me gusta caminar por las calles del DF, pero muchas veces los olores son tan nauseabundos que quisiera ir en coche, y otras veces me dan ganas de seguir al olor hasta su punto de origen y comprar lo que sea que estén vendiendo que hace que algo huela tan bien. Es lo bello del DF, aquello que odias también amas y si te lo quitan lo extrañarías.
La comida. No me desagrada el olor de la comida en general, pero cuando no tengo hambre oler comida me parece muy desagradable, sobre todo en espacios cerrados como la oficina, oler alguna salsa de tomate con cebolla y ajo, el arroz, una sopa aguada, una hamburguesa o el chorizo, esos son olores que, cuando tengo hambre, me parecen agradables, pero olerlos en un salón de clases, como a veces pasaba en la UNAM, o en la oficina cuando traen su comida y la abren antes de la hora de la comida me parece una ofensa que debería ser castigable. A veces, cuando llego a una casa donde están haciendo la comida o la cena, y no tengo nada de hambre, el olor me empieza a inundar y me empiezo a marear o a sentirme excesivamente asqueado, sobre todo si todas las ventanas están cerradas y no hay manera de que el olor se difumine o se vaya, se concentra en un sólo lugar, siento como si se me pegara a la ropa, a la piel, al cabello, como si se me metiera en la nariz y se fuera a quedar ahí al paso de las horas y siguiera dándome asco sin importar dónde esté.
Pero no todo es olores desagradables, qué vida tan miserable sería si así fuera.
El agua de limón. No siempre el olor a limón, ese ni me agrada ni desagrada, pero el agua de limón tiene un olor muy particular, es una combinación del limón con azúcar, que siempre me hace recordar cuando era niño y cuando teníamos un limonero en el patio de la casa y me mandaban a recoger limones para hacer el agua. Siempre ha sido mi agua favorita, soy capaz de tomar litros y litros de ella, aunque soy incapaz de ponerme a hacer limonada, aunque me guste mucho, la prefiero sobre la coca o cualquier refresco, tiene también el efecto de refrescarme aún antes de tomarla, sólo con olerla siento ya como si no tuviera calor ni sed y la tomo con singular alegría por lo mismo.
La mandarina. Parece que tengo cierta afición por los cítricos, y puede que sea cierto, pero el olor de la mandarina es otro de esos aromas que me encanta tener alrededor, es un olor bastante dulce y penetrante, pero no llega a serme molesto, sólo es un olor rico, un olor que hace que se me antoje comerme una mandarina o tomarme un jugo; nunca he olido un perfume que huela a mandarina, pero estoy seguro que me gustaría estarlo oliendo.
La cebolla. Aclaro, no me gusta cuando alguien come cebolla y te llega el vaho y el remanente del olor de la cebolla. Pero el olor de la cebolla asada, frita o cruda me encanta, siempre me da hambre cuando huelo cebolla, a menos que, como explico arriba, ya haya comido, en ese caso sólo me desagrada, pero por ser olor a comida no a cebolla. Cuando huelo cebolla frita en un comal con carne, clásica carne a la tampiqueña, me llegan los recuerdos de comidas caseras, de estar sentado a la mesa con Blanca y con mi mamá comiendo carne a la tampiqueña o carne asada con arroz y mucha cebolla frita, con chiles toreados. Es uno de esos aromas que sí tienen la capacidad de regresarme a un tiempo o momento más apacible, como el del agua de limón. En esta categoría debería poner el ajo ya que su olor me encanta, pero no me lleva a ningún recuerdo particular, sólo me gusta el olor del ajo.
Las cremas y perfumes “frutosos”. Nunca he entendido muy bien por qué las mujeres se untan crema en todo el cuerpo después de bañarse, alguna vez Liliana me dijo que para evitar las arrugas y estrías, yo le creo, pero dentro de los posibles aromas de la crema, el de frutas es mi favorito. Cuando estoy en algún lado y me llega ese aroma tenue a frutas sé que indudablemente viene de alguna mujer, y muchas veces lo puedo seguir un poco, discretamente, hasta saber de quién viene. Y me dan ganas de acercarme cual perro y oler a esa persona, pero sé que no está bien visto, entonces no lo hago, me conformo con quedarme cerca y aspirar profundamente para que se me llenen las fosas nasales de ese olor a frutas; es bastante común que se den cuenta y yo diga “huele a frutas” y ella me diga “ah sí, soy yo” y se acaba lo incomodo, confieso que me gusta el olor y ya. Lo mismo pasa con los perfumes, pero esos siempre tienen la característica de ser efímeros, de quedar subyacentes y no ser abrumadores, entonces sólo al principio los puedes oler bien y se van difuminando poco a poco, hasta que la única manera de olerlos sería ir y pegar la nariz contra el área dónde está el perfume y aspirar profundo. Pero, una vez más, no se ve bien ser animalesco ni primario de esa manera, entonces no puedo hacerlo. Aunque ganas nunca me faltan.
Y así acaba mi reflexión sobre el olor, que terminó siendo hablar de los olores que me gustan y los que no me gustan. Ahora le toca a Elisa hablar de los olores y veremos qué sale de su ronco pecho.
Esto fue un ejercicio de imponernos un tema y que cada uno lo tratará muy a su entender. Este es el mío, viene el de ella. Ya luego compararemos mi prosa(ica) contra su poética.
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