Soy desidioso. Soy flojo. No soy metódico. Sobre todo con las cosas que no me importan a un nivel personal. Este es uno de mis grandes defectos y uno que pensé que podía superar usando la inteligencia.
Dejaré la falsa modestia de lado; soy inteligente, soy creativo y soy ingenioso. Estoy consciente de esto. Y siempre pensé que estas cosas servirían para complementar las fallas mencionadas anteriormente. ¿Qué importa que no seas riguroso con tus trabajos si eres inteligente? Pues sí importa. Y mucho.
Sobre todo en el ambiente académico; en la universidad o brillaba por mi capacidad de leer y comprender mejor que otros o por mi falta de rigor académico. Mis trabajos podían ser de cualquier cosa que se me ocurriera dos días antes de la entrega, un día pensando la idea, la noche anterior a la entrega desarrollándola. Obviamente, con la lingüística pagué el precio de esta actitud ya que no permite esos deslices. Pero con la literatura mantenía mis ideas fuera de un análisis puramente estético y lograba crear trabajos medianamente buenos para pasar las materias.
Existieron excepciones en las cuales hice trabajos muy bien desarrollados y para alimentar a mi ego secreto, que todos tenemos, recibieron buenas críticas. El que más recuerdo fue un trabajo que hice sobre la religiosidad y la psicología en La regenta de Clarín. Estuve en la biblioteca y utilicé referencias cruzadas para demostrar mis puntos. La maestra lo calificó con 10 y le puso una nota de que era uno de los mejores trabajos que había recibido y que debía pensar seriamente en la investigación como campo laboral.
Pero me conozco, fuera del placer que esa nota y calificación me proporcionaron, equiparable al placer que fue leer la novela, no me importaba un carajo hacer de mi vida la de un investigador. Leo porque me gusta; porque lo disfruto, porque me identificó, porque conozco más al mundo y a mí mismo a través de la ficción, porque quiero comprender a las personas y los mejores observadores de la naturaleza humana son los escritores. Creo firmemente que todo caso posible de la naturaleza humana, las flaquezas y las grandezas, se puede encontrar en la literatura.
Pero ese no es el punto de esta entrada.
Gracias a mi falta de rigor y de academicidad, así como una necesidad casi patológica de desobedecer a cualquier figura de autoridad, pagué un precio caro: ver mi ego secreto destrozado frecuentemente al enfrentarme a la cruel realidad de que no siempre puedo ganar ni salirme con la mía. Me regresaron bastantes trabajos con notas de los profesores que decían que no era lo que habían pedido, que mi análisis no estaba fundamentado, que el propósito del trabajo no era sólo una visión impresionista. Fueron golpes duros, pero los superé siempre con la certeza de que las cualidades arriba descritas eran más importantes que el saber dónde y cuándo poner qué cosa.
Hasta en los trabajos me he enfrentado a esa pared insondable de la autoridad contra mí. Se vuelve una pelea de voluntades, un "no hagas esto" por parte de ellos enfrentado con mi "ahora lo hago"; en mi primera aventura como corrector/editor en Oxford University Press recibí un golpe duro a la autoestima cuando no me renovaron el contrato después de haber trabajado duro. Al principio le eché todas las ganas y puse todo en juego, por desgracia el libro en el que estuve trabajando sufrió las inclemencias del destino y no salió por culpa de la diseñadora (desde entonces los odio un poco, no lo puedo evitar); después me dieron la oportunidad de nuevo y mi desidia ganó poco a poco, fui poniendo menos de mi parte y buscando culpables fuera, que sí los había, pero pude haberlo hecho todo distinto; al final puse todo de mi parte para que saliera y salió, pero me costó el trabajo porque había reaccionado demasiado tarde.
Recuerdo mi último día, recuerdo que Georgina, una de mis superioras, me dijo que era muy inteligente, que tenía un buen futuro en este negocio y que tenía todo a mi favor mientras entendiera que las figuras de autoridad no son ni mi enemigo ni están ahí para aceptar mis desafíos, me dijo que mi gran problema no era que no supiera trabajar ni que no fuera bueno, sino que cuestionara y desafiara cada decisión que provenía de entidades superiores a mí, y que si seguía por este camino iba a encontrarme enfrentado con situaciones en las que tenía todas las de perder y que mi inteligencia no me iba a salvar siempre.
Y ahora, después de años de sube y bajas, los demonios del pasado regresaron a cobrarme la factura que les había dejado pendiente. Esos mismos demonios de querer hacer las cosas a mi manera, de no conformarme, de asumir que tengo la razón, regresaron con toda su fuerza y me dieron un golpe fuerte al ver que mi desidia me estaba costando cara con respecto a mi carrera. Que es momento de despertar y de ponerme las pilas una vez más, que ya estuvo bueno de querer siempre hacer las cosas a mi manera, por eso ahora tengo que regresar a la facultad y dejar de sentir que puedo ganar con mis reglas, tengo que jugar con las de ellos si quiero mi título. Y no es que me importe el título, pero quiero demostrarme que soy capaz de acabar, de dejar un capítulo cerrado por fin y saber qué se siente tener ese papelito colgado en la pared.
Cuando recibí el golpe de que la había estado cagando hace unas horas se me fue la sangre de la cara y del cuerpo, me quedé pasmado viendo la innegable realidad y casi me puse a llorar. Pero nada iba a lograr con eso y alguien me hizo reír a pesar de la desgracia en la que me estaba sumiendo y por eso mismo dejé de sentirme miserable y estúpido y decidí aceptar que todo esto había pasado por culpa propia y que el único que puede sacarme del hoyo se llama Manuel.
viernes, 27 de febrero de 2009
lunes, 9 de febrero de 2009
Lunes, poco después del mediodía. O, La nariz como receptor del mundo.
La memoria olfativa es un atributo extraño. El ejemplo perfecto de este fenómeno son los perros, quienes reconocen al mundo a través de la nariz, los humanos tenemos una nariz bastante débil y por lo mismo usamos cinco sentidos para sobrevivir, muchos usan 4, pero seguramente le falta cierto sabor a la experiencia. No puedo imaginar ser ciego, sería imposible que alguien te describiera un color sin usar referentes de otros colores o visuales. Pero esto no se trata ni de la vista ni los sentidos, sólo del olfato y los olores.
De regreso a la memoria olfativa, no es uno de los atributos con los que haya sido bendecido de la manera más agraciada; no soy un Proust, que es capaz de crear una vida completa en siete tomos buscando el tiempo perdido porque olió un té de limón y una madalena, ni soy Süskind que dedica una novela a la experiencia olfativa y al asesinato. Soy un simple mortal con la nariz destrozada por nueve años de cigarro a quien sólo los olores más desagradables hacen reaccionar. Es triste decirlo, pero mi memoria olfativa está más relacionada a olores que me dieron/dan asco que a olores dulces.
Empecemos.
El olor a huevo me es bastante desagradable, no al grado ofensivo, pero sí me genera una cierta aversión a pesar de que como huevo y me gusta, de hecho mi infancia está llena de desayunar huevos estrellados o revueltos con “salsita”, que era una simple salsa de tomate con cebolla y un poco de chile, pero casi siempre con tortillas de harina hechas en casa; no es un recuerdo de infancia, es un recuerdo de la vida en general, aunque no sé si sea por la nostalgia o porque en realidad el olor del huevo me desagrada, cuando huelo que están cocinando huevo en el departamento o en el edificio me veo obligado a prender un cigarro para combatir el aroma, casi llego a sentir como se me revuelve el estomago y lo último que quiero es ir y probar lo que sea que estén cocinando.
La salsa inglesa. Es otro de esos olores extraños que ahora casi aborrezco aunque en algún momento no me molestó. Lo relacionaba con la pizza, no siempre le echaba mucha, pero sin duda a mi pizza la rociaba con salsa inglesa. Ahora, cuando alguien le echa de más a algo siento las arcadas porque el simple olor de la salsa inglesa me desagrada. Sobra decir que un día llegué a la cocina, abrumado por un olor nauseabundo, y el correcto estaba marinando una quesadilla en salsa inglesa caliente. Casi vomitó al olerla caliente, le prohibí hacer algo tan asqueroso en la casa de nuevo.
La peste humana. Y por desgracia de esta no se salva nadie. El sudor y la acumulación del mismo es un aroma del que me gustaría poder prescindir. Como buen usuario del transporte urbano me toca de vez en cuando aspirar los efluvios de las personas a las que el desodorante les hace los mandados; es un olor agrio y penetrante a veces, otras es sólo fuerte y sofocante, te hace respirar por la boca del asco y de la ofensa a las fosas nasales. Pero todos tenemos la capacidad de oler así, nuestra alimentación nos hace exudar los aromas más diversos y ofensivos; dudo que alguien que sólo coma cosas sanas sude y huela bien, por eso la industria de los perfumes y desodorantes jamás se verá afectada por alguna crisis o desajuste económico, no podemos tolerar nuestro propio olor a veces, mucho menos el de los desconocidos. Extrañamente, cuando estamos enamorados, o su equivalente, y despertamos al lado de una persona no nos molesta el sudor nocturno ni que la saliva se haya quedado sin moverse durante horas y se vuelva un hervidero de bacterias y olores desagradables; tampoco estamos locos y nos damos los besos más apasionados y devoradores al despertar, pero no nos dan ganas de matar a la persona porque le huele la boca.
Los desinfectantes. Pero no los de casa, las empresas se dedican a que esos huelan a flores o menta y a cosas no desagradables; los desinfectantes que utilizan los doctores y dentistas. Es un olor a limpio sin opción a nada más. Huele a limpio forzado, como si hubieran asesinado todas las partículas del olor que pululan en el ambiente, las masacraron para dejar ese olor a nada, pero ese olor a todos, o casi todos, nos da un poco de miedo, creo que porque sabemos que algo está mal si estamos oliendo eso, ninguna casa huele así, sólo los hospitales tienen ese olor característico a una nada obligada. Y es de entenderse, imaginen el terror inhumano que nos provocarían los hospitales si entráramos a la sala de emergencias y nos diera la bienvenida el olor a sangre, tripas, heces fecales, muerte y sufrimiento; creo que casi todos preferiríamos morir tirados en la calle antes que entrar a la sala de emergencias y oler el dolor ajeno.
La calle. Este es un olor que sólo en México lo he podido identificar. Tal vez exista en otros países de Latinoamérica, pero no he ido a ellos. El olor a distintas comidas mezcladas, a aceite hirviendo, a coches, a basura, a perros, a gente, a drenajes desbordados porque los puestos de comida vacían sus sobras en la alcantarilla, a frutas demasiado maduras en los puestos de jugos, a miles de cigarros, a café, a pan; es una mezcla de olores dulces con olores agrios, rancios, putrefactos, picosos (porque en México es común que los olores piquen, que la nariz hasta te arda sólo de oler algunas salsas); en fin, la calle es un hervidero de olores a veces desagradables, a veces deliciosos. No podría decir que siempre me desagrada el olor de la calle, a veces huele a pan recién hecho, a café fresco, te da hambre, te imaginas lo rico que debe estar ese pan, pero a veces huele a pescado dejado al sol, a vomito, a orines. En Estados Unidos y en Europa existían los mismos olores, pero no estaban tan marcados o tal vez no me quedé el suficiente tiempo para que se volvieran una parte integral de la experiencia de caminar por la ciudad. Me encanta caminar y me gusta caminar por las calles del DF, pero muchas veces los olores son tan nauseabundos que quisiera ir en coche, y otras veces me dan ganas de seguir al olor hasta su punto de origen y comprar lo que sea que estén vendiendo que hace que algo huela tan bien. Es lo bello del DF, aquello que odias también amas y si te lo quitan lo extrañarías.
La comida. No me desagrada el olor de la comida en general, pero cuando no tengo hambre oler comida me parece muy desagradable, sobre todo en espacios cerrados como la oficina, oler alguna salsa de tomate con cebolla y ajo, el arroz, una sopa aguada, una hamburguesa o el chorizo, esos son olores que, cuando tengo hambre, me parecen agradables, pero olerlos en un salón de clases, como a veces pasaba en la UNAM, o en la oficina cuando traen su comida y la abren antes de la hora de la comida me parece una ofensa que debería ser castigable. A veces, cuando llego a una casa donde están haciendo la comida o la cena, y no tengo nada de hambre, el olor me empieza a inundar y me empiezo a marear o a sentirme excesivamente asqueado, sobre todo si todas las ventanas están cerradas y no hay manera de que el olor se difumine o se vaya, se concentra en un sólo lugar, siento como si se me pegara a la ropa, a la piel, al cabello, como si se me metiera en la nariz y se fuera a quedar ahí al paso de las horas y siguiera dándome asco sin importar dónde esté.
Pero no todo es olores desagradables, qué vida tan miserable sería si así fuera.
El agua de limón. No siempre el olor a limón, ese ni me agrada ni desagrada, pero el agua de limón tiene un olor muy particular, es una combinación del limón con azúcar, que siempre me hace recordar cuando era niño y cuando teníamos un limonero en el patio de la casa y me mandaban a recoger limones para hacer el agua. Siempre ha sido mi agua favorita, soy capaz de tomar litros y litros de ella, aunque soy incapaz de ponerme a hacer limonada, aunque me guste mucho, la prefiero sobre la coca o cualquier refresco, tiene también el efecto de refrescarme aún antes de tomarla, sólo con olerla siento ya como si no tuviera calor ni sed y la tomo con singular alegría por lo mismo.
La mandarina. Parece que tengo cierta afición por los cítricos, y puede que sea cierto, pero el olor de la mandarina es otro de esos aromas que me encanta tener alrededor, es un olor bastante dulce y penetrante, pero no llega a serme molesto, sólo es un olor rico, un olor que hace que se me antoje comerme una mandarina o tomarme un jugo; nunca he olido un perfume que huela a mandarina, pero estoy seguro que me gustaría estarlo oliendo.
La cebolla. Aclaro, no me gusta cuando alguien come cebolla y te llega el vaho y el remanente del olor de la cebolla. Pero el olor de la cebolla asada, frita o cruda me encanta, siempre me da hambre cuando huelo cebolla, a menos que, como explico arriba, ya haya comido, en ese caso sólo me desagrada, pero por ser olor a comida no a cebolla. Cuando huelo cebolla frita en un comal con carne, clásica carne a la tampiqueña, me llegan los recuerdos de comidas caseras, de estar sentado a la mesa con Blanca y con mi mamá comiendo carne a la tampiqueña o carne asada con arroz y mucha cebolla frita, con chiles toreados. Es uno de esos aromas que sí tienen la capacidad de regresarme a un tiempo o momento más apacible, como el del agua de limón. En esta categoría debería poner el ajo ya que su olor me encanta, pero no me lleva a ningún recuerdo particular, sólo me gusta el olor del ajo.
Las cremas y perfumes “frutosos”. Nunca he entendido muy bien por qué las mujeres se untan crema en todo el cuerpo después de bañarse, alguna vez Liliana me dijo que para evitar las arrugas y estrías, yo le creo, pero dentro de los posibles aromas de la crema, el de frutas es mi favorito. Cuando estoy en algún lado y me llega ese aroma tenue a frutas sé que indudablemente viene de alguna mujer, y muchas veces lo puedo seguir un poco, discretamente, hasta saber de quién viene. Y me dan ganas de acercarme cual perro y oler a esa persona, pero sé que no está bien visto, entonces no lo hago, me conformo con quedarme cerca y aspirar profundamente para que se me llenen las fosas nasales de ese olor a frutas; es bastante común que se den cuenta y yo diga “huele a frutas” y ella me diga “ah sí, soy yo” y se acaba lo incomodo, confieso que me gusta el olor y ya. Lo mismo pasa con los perfumes, pero esos siempre tienen la característica de ser efímeros, de quedar subyacentes y no ser abrumadores, entonces sólo al principio los puedes oler bien y se van difuminando poco a poco, hasta que la única manera de olerlos sería ir y pegar la nariz contra el área dónde está el perfume y aspirar profundo. Pero, una vez más, no se ve bien ser animalesco ni primario de esa manera, entonces no puedo hacerlo. Aunque ganas nunca me faltan.
Y así acaba mi reflexión sobre el olor, que terminó siendo hablar de los olores que me gustan y los que no me gustan. Ahora le toca a Elisa hablar de los olores y veremos qué sale de su ronco pecho.
Esto fue un ejercicio de imponernos un tema y que cada uno lo tratará muy a su entender. Este es el mío, viene el de ella. Ya luego compararemos mi prosa(ica) contra su poética.
De regreso a la memoria olfativa, no es uno de los atributos con los que haya sido bendecido de la manera más agraciada; no soy un Proust, que es capaz de crear una vida completa en siete tomos buscando el tiempo perdido porque olió un té de limón y una madalena, ni soy Süskind que dedica una novela a la experiencia olfativa y al asesinato. Soy un simple mortal con la nariz destrozada por nueve años de cigarro a quien sólo los olores más desagradables hacen reaccionar. Es triste decirlo, pero mi memoria olfativa está más relacionada a olores que me dieron/dan asco que a olores dulces.
Empecemos.
El olor a huevo me es bastante desagradable, no al grado ofensivo, pero sí me genera una cierta aversión a pesar de que como huevo y me gusta, de hecho mi infancia está llena de desayunar huevos estrellados o revueltos con “salsita”, que era una simple salsa de tomate con cebolla y un poco de chile, pero casi siempre con tortillas de harina hechas en casa; no es un recuerdo de infancia, es un recuerdo de la vida en general, aunque no sé si sea por la nostalgia o porque en realidad el olor del huevo me desagrada, cuando huelo que están cocinando huevo en el departamento o en el edificio me veo obligado a prender un cigarro para combatir el aroma, casi llego a sentir como se me revuelve el estomago y lo último que quiero es ir y probar lo que sea que estén cocinando.
La salsa inglesa. Es otro de esos olores extraños que ahora casi aborrezco aunque en algún momento no me molestó. Lo relacionaba con la pizza, no siempre le echaba mucha, pero sin duda a mi pizza la rociaba con salsa inglesa. Ahora, cuando alguien le echa de más a algo siento las arcadas porque el simple olor de la salsa inglesa me desagrada. Sobra decir que un día llegué a la cocina, abrumado por un olor nauseabundo, y el correcto estaba marinando una quesadilla en salsa inglesa caliente. Casi vomitó al olerla caliente, le prohibí hacer algo tan asqueroso en la casa de nuevo.
La peste humana. Y por desgracia de esta no se salva nadie. El sudor y la acumulación del mismo es un aroma del que me gustaría poder prescindir. Como buen usuario del transporte urbano me toca de vez en cuando aspirar los efluvios de las personas a las que el desodorante les hace los mandados; es un olor agrio y penetrante a veces, otras es sólo fuerte y sofocante, te hace respirar por la boca del asco y de la ofensa a las fosas nasales. Pero todos tenemos la capacidad de oler así, nuestra alimentación nos hace exudar los aromas más diversos y ofensivos; dudo que alguien que sólo coma cosas sanas sude y huela bien, por eso la industria de los perfumes y desodorantes jamás se verá afectada por alguna crisis o desajuste económico, no podemos tolerar nuestro propio olor a veces, mucho menos el de los desconocidos. Extrañamente, cuando estamos enamorados, o su equivalente, y despertamos al lado de una persona no nos molesta el sudor nocturno ni que la saliva se haya quedado sin moverse durante horas y se vuelva un hervidero de bacterias y olores desagradables; tampoco estamos locos y nos damos los besos más apasionados y devoradores al despertar, pero no nos dan ganas de matar a la persona porque le huele la boca.
Los desinfectantes. Pero no los de casa, las empresas se dedican a que esos huelan a flores o menta y a cosas no desagradables; los desinfectantes que utilizan los doctores y dentistas. Es un olor a limpio sin opción a nada más. Huele a limpio forzado, como si hubieran asesinado todas las partículas del olor que pululan en el ambiente, las masacraron para dejar ese olor a nada, pero ese olor a todos, o casi todos, nos da un poco de miedo, creo que porque sabemos que algo está mal si estamos oliendo eso, ninguna casa huele así, sólo los hospitales tienen ese olor característico a una nada obligada. Y es de entenderse, imaginen el terror inhumano que nos provocarían los hospitales si entráramos a la sala de emergencias y nos diera la bienvenida el olor a sangre, tripas, heces fecales, muerte y sufrimiento; creo que casi todos preferiríamos morir tirados en la calle antes que entrar a la sala de emergencias y oler el dolor ajeno.
La calle. Este es un olor que sólo en México lo he podido identificar. Tal vez exista en otros países de Latinoamérica, pero no he ido a ellos. El olor a distintas comidas mezcladas, a aceite hirviendo, a coches, a basura, a perros, a gente, a drenajes desbordados porque los puestos de comida vacían sus sobras en la alcantarilla, a frutas demasiado maduras en los puestos de jugos, a miles de cigarros, a café, a pan; es una mezcla de olores dulces con olores agrios, rancios, putrefactos, picosos (porque en México es común que los olores piquen, que la nariz hasta te arda sólo de oler algunas salsas); en fin, la calle es un hervidero de olores a veces desagradables, a veces deliciosos. No podría decir que siempre me desagrada el olor de la calle, a veces huele a pan recién hecho, a café fresco, te da hambre, te imaginas lo rico que debe estar ese pan, pero a veces huele a pescado dejado al sol, a vomito, a orines. En Estados Unidos y en Europa existían los mismos olores, pero no estaban tan marcados o tal vez no me quedé el suficiente tiempo para que se volvieran una parte integral de la experiencia de caminar por la ciudad. Me encanta caminar y me gusta caminar por las calles del DF, pero muchas veces los olores son tan nauseabundos que quisiera ir en coche, y otras veces me dan ganas de seguir al olor hasta su punto de origen y comprar lo que sea que estén vendiendo que hace que algo huela tan bien. Es lo bello del DF, aquello que odias también amas y si te lo quitan lo extrañarías.
La comida. No me desagrada el olor de la comida en general, pero cuando no tengo hambre oler comida me parece muy desagradable, sobre todo en espacios cerrados como la oficina, oler alguna salsa de tomate con cebolla y ajo, el arroz, una sopa aguada, una hamburguesa o el chorizo, esos son olores que, cuando tengo hambre, me parecen agradables, pero olerlos en un salón de clases, como a veces pasaba en la UNAM, o en la oficina cuando traen su comida y la abren antes de la hora de la comida me parece una ofensa que debería ser castigable. A veces, cuando llego a una casa donde están haciendo la comida o la cena, y no tengo nada de hambre, el olor me empieza a inundar y me empiezo a marear o a sentirme excesivamente asqueado, sobre todo si todas las ventanas están cerradas y no hay manera de que el olor se difumine o se vaya, se concentra en un sólo lugar, siento como si se me pegara a la ropa, a la piel, al cabello, como si se me metiera en la nariz y se fuera a quedar ahí al paso de las horas y siguiera dándome asco sin importar dónde esté.
Pero no todo es olores desagradables, qué vida tan miserable sería si así fuera.
El agua de limón. No siempre el olor a limón, ese ni me agrada ni desagrada, pero el agua de limón tiene un olor muy particular, es una combinación del limón con azúcar, que siempre me hace recordar cuando era niño y cuando teníamos un limonero en el patio de la casa y me mandaban a recoger limones para hacer el agua. Siempre ha sido mi agua favorita, soy capaz de tomar litros y litros de ella, aunque soy incapaz de ponerme a hacer limonada, aunque me guste mucho, la prefiero sobre la coca o cualquier refresco, tiene también el efecto de refrescarme aún antes de tomarla, sólo con olerla siento ya como si no tuviera calor ni sed y la tomo con singular alegría por lo mismo.
La mandarina. Parece que tengo cierta afición por los cítricos, y puede que sea cierto, pero el olor de la mandarina es otro de esos aromas que me encanta tener alrededor, es un olor bastante dulce y penetrante, pero no llega a serme molesto, sólo es un olor rico, un olor que hace que se me antoje comerme una mandarina o tomarme un jugo; nunca he olido un perfume que huela a mandarina, pero estoy seguro que me gustaría estarlo oliendo.
La cebolla. Aclaro, no me gusta cuando alguien come cebolla y te llega el vaho y el remanente del olor de la cebolla. Pero el olor de la cebolla asada, frita o cruda me encanta, siempre me da hambre cuando huelo cebolla, a menos que, como explico arriba, ya haya comido, en ese caso sólo me desagrada, pero por ser olor a comida no a cebolla. Cuando huelo cebolla frita en un comal con carne, clásica carne a la tampiqueña, me llegan los recuerdos de comidas caseras, de estar sentado a la mesa con Blanca y con mi mamá comiendo carne a la tampiqueña o carne asada con arroz y mucha cebolla frita, con chiles toreados. Es uno de esos aromas que sí tienen la capacidad de regresarme a un tiempo o momento más apacible, como el del agua de limón. En esta categoría debería poner el ajo ya que su olor me encanta, pero no me lleva a ningún recuerdo particular, sólo me gusta el olor del ajo.
Las cremas y perfumes “frutosos”. Nunca he entendido muy bien por qué las mujeres se untan crema en todo el cuerpo después de bañarse, alguna vez Liliana me dijo que para evitar las arrugas y estrías, yo le creo, pero dentro de los posibles aromas de la crema, el de frutas es mi favorito. Cuando estoy en algún lado y me llega ese aroma tenue a frutas sé que indudablemente viene de alguna mujer, y muchas veces lo puedo seguir un poco, discretamente, hasta saber de quién viene. Y me dan ganas de acercarme cual perro y oler a esa persona, pero sé que no está bien visto, entonces no lo hago, me conformo con quedarme cerca y aspirar profundamente para que se me llenen las fosas nasales de ese olor a frutas; es bastante común que se den cuenta y yo diga “huele a frutas” y ella me diga “ah sí, soy yo” y se acaba lo incomodo, confieso que me gusta el olor y ya. Lo mismo pasa con los perfumes, pero esos siempre tienen la característica de ser efímeros, de quedar subyacentes y no ser abrumadores, entonces sólo al principio los puedes oler bien y se van difuminando poco a poco, hasta que la única manera de olerlos sería ir y pegar la nariz contra el área dónde está el perfume y aspirar profundo. Pero, una vez más, no se ve bien ser animalesco ni primario de esa manera, entonces no puedo hacerlo. Aunque ganas nunca me faltan.
Y así acaba mi reflexión sobre el olor, que terminó siendo hablar de los olores que me gustan y los que no me gustan. Ahora le toca a Elisa hablar de los olores y veremos qué sale de su ronco pecho.
Esto fue un ejercicio de imponernos un tema y que cada uno lo tratará muy a su entender. Este es el mío, viene el de ella. Ya luego compararemos mi prosa(ica) contra su poética.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)